Hace setenta y ocho años, el 29 de Noviembre de 1947, las Naciones Unidas votaron para reconocer el derecho del pueblo judío a restablecer un Estado en la Tierra de Israel. Uno de los 33 países que votaron favorablemente fue Perú, a quien les agradecemos por esta decisión que hoy se refleja en más de 65 años de excelentes relaciones bilaterales.

La decisión, conocida como el Plan de Partición de la ONU, le ofreció a judíos y árabes una senda hacia la autodeterminación. El lado judío reconoció el plan como un compromiso innovador y un reconocimiento moral del derecho del pueblo judío a la independencia en su patria histórica. El lado árabe lo rechazó rotundamente, optando en su lugar, por la vía de la confrontación.

La comunidad judía en la Tierra de Israel, pequeña y vulnerable en ese momento, abrazó la oportunidad con urgencia y resolución. El Estado de Israel moderno se convirtió en una democracia próspera, un centro mundial de innovación, ciencia y artes, y una nación que le brinda ayuda humanitaria a todo el mundo.

En contraste, el mundo árabe, respondió a esa encrucijada histórica rechazando el compromiso. El rechazo árabe del plan de partición no condujo a la concreción del estado palestino sino a guerras, al desplazamiento de judíos y árabes, y a décadas de oportunidades perdidas. En 1947, los palestinos podrían haber tenido un estado propio junto a Israel. En cambio, eligieron la guerra. Las consecuencias han tenido eco desde entonces. Los líderes palestinos desperdiciaron décadas y enormes recursos intentando destruir la existencia de Israel, en lugar de fomentar la coexistencia.

La historia de Israel desde 1947 es un desarrollo exitoso a través de la resiliencia y la perseverancia, y demuestra que la claridad moral y el compromiso pragmático pueden convivir. Israel ha declarado y exhibido constantemente su voluntad de vivir en paz con sus vecinos árabes, buscando acuerdos y asociaciones con aquellos dispuestos a elegir una senda similar.

Actualmente, el contraste es marcado. Israel, más pequeño que muchos de sus vecinos, se posiciona como un centro tecnológico, una economía abierta y una sociedad pluralista. Mientras tanto, muchos de los regímenes que alguna vez declararon que destruirían a Israel han enfrentado agitación política, pobreza, y conflictos internos. Aquellos que rechazaron la coexistencia también han rechazado con demasiada frecuencia el progreso.

Esta divergencia es evidente especialmente en el crecimiento del Hamás palestino en la Franja de Gaza, cuya ideología yihadista y el compromiso explícito con la destrucción de Israel, refleja una amenaza existencial no solo a los civiles israelíes sino para toda esperanza de una coexistencia pacífica. El rechazo de Hamás al compromiso, su glorificación de la violencia y su explotación de la población palestina han perpetuado el sufrimiento y trabó todo intento de construir un futuro constructivo. Sus acciones reflejan la versión más extrema del mismo rechazo que comenzó en 1947: una negativa a aceptar la legitimidad del Estado de Israel.

El legado del 29 de noviembre le recuerda al mundo, y en particular al Medio Oriente, que los futuros están esculpidos por las elecciones. El pueblo judío eligió la aceptación, el compromiso y la construcción. El liderazgo palestino eligió el rechazo, la negación y la destrucción. Setenta y ocho años después, los resultados de esas dos sendas son claros.

La actual existencia de Israel no es solamente un hecho político. Se trata de una victoria moral, un testimonio del poder de la fe, la resiliencia, y el derecho perseverante del pueblo indígena de Israel a su Estado en la Tierra de Israel. Queda la esperanza de que algún día, nuestros vecinos palestinos harán la misma elección por la que Israel optó en 1947: aceptar la legitimidad del otro y construir un futuro que valga la pena compartir.