El Congreso no para de producir escándalos. Ahora, lejos de atender la urgencia de un país sumido en crisis económica y social, considera la posibilidad de aumentar el sueldo de los futuros parlamentarios de 15,600 a 42,717 soles, equiparándolo al de los jueces supremos. La sola idea resulta insultante para los millones de peruanos que sobreviven con ingresos precarios y que, además, sostienen con sus impuestos a una clase política desacreditada.
La contradicción es flagrante: los mismos que aseguraron que la bicameralidad no generaría más gasto público pretenden ahora triplicarse el sueldo. No hay coherencia, ni compromiso con la austeridad que exige el país, solo un afán de servirse del poder en beneficio propio. Con este tipo de iniciativas, los legisladores confirman que no representan a la ciudadanía, sino a sus propios intereses.
El mensaje es devastador. En un momento en que el Congreso arrastra niveles históricos de desaprobación, seguir promoviendo privilegios solo ahonda el desprestigio y la desafección ciudadana hacia la política.
Para colmo, el espectáculo se completa con actitudes como la del congresista Darwin Espinoza, sorprendido en Quito alentando a su equipo de fútbol mientras debía cumplir con su trabajo legislativo. Es la evidencia viva de un Congreso que ha dejado de velar por el país para dedicarse al ocio, los privilegios y la frivolidad. Así, resulta imposible que este poder del Estado recupere el prestigio que alguna vez tuvo.