Hace unos meses, el periódico español El País publicó un editorial con el título “Crisis política permanente en Perú”. El editorial se esmera en advertir a su universo de lectores que la inestabilidad institucional es el problema medular de la política peruana, que la corrupción de funcionarios acentúa la crisis y, que la creciente inseguridad y el sorprendente incremento en los niveles de crueldad delincuencial y de perfeccionamiento organizacional del crimen, es el problema que más rápido crecimiento tiene y es el mayor drama que padece la ciudadanía. Sobre esto, ¡no hay nada para contradecir! La inestabilidad interna es incuestionable, la armadura moral de nuestros gobernantes y funcionarios está oxidada como la del caballero de la novela de Robert Fisher, y el crecimiento del crimen supera todo límite posible. Como en los tiempos de redacción del editorial, en el Perú, seguimos viviendo inmersos en una crisis multiforme y permanente. Pero, si bien podemos coincidir con el examen general que El País hace del Perú, nuestro particular examen no es del todo pesimista. El filósofo peruano, diplomático e historiador Alberto Wagner de Reyna recomendaba profundizar en la etimología (rama de las humanidades que estudia el origen de las palabras) para acceder con mayor precisión intelectual y tener una noción más abarcadora de la palabra estudiada. Solo siguiendo la luminosa enseñanza del filósofo sabremos que, “crisis” que viene del griego, quiere decir “separación y es lo contrario de la unión en que los diversos elementos se armonizan y recíprocamente se sostienen”. La crisis separa y abre, por eso nos encontramos ante un abismo, pero de esa ruptura puede nacer algo nuevo y valioso.




