La semana pasada, la empresa de transporte urbano “La 50” paralizó sus actividades como respuesta a la ola de extorsiones que golpea al sector. Los testimonios de empresarios son alarmantes: 44 conductores asesinados, pagos diarios de cupos y constantes amenazas a la vida de quienes trabajan en estas rutas.
Frente a esta situación, algunas empresas han lanzado un mensaje directo a las autoridades: si el Estado no enfrenta al crimen organizado, ellos armarán a sus choferes. Y aquí está el verdadero peligro. Pensar en conductores de transporte público portando armas equivale a aceptar el inicio de una guerra donde el Estado brilla por su ausencia.
Desde la liberalización del transporte en los noventa, este mercado arrastra altos niveles de informalidad. La idea de introducir armas en un sector que carece de control efectivo no solo es riesgosa, es una receta para el caos.
No se trata de negar la legítima preocupación de los transportistas frente al crimen organizado. El Estado tiene la obligación de brindar seguridad y garantizar condiciones mínimas para que el transporte urbano no se convierta en un terreno dominado por mafias. Sin embargo, armar a los choferes no puede ni debe ser una opción.
No se trata de comunidades cohesionadas con objetivos comunes de protección, sino de un mercado altamente fragmentado, informal y en permanente competencia. Poner armas en manos de conductores no generará un sentido de comunidad organizada, sino la posibilidad de multiplicar los conflictos, ya sea entre las propias empresas, con los pasajeros o frente a las mafias. Aquí no habría ni organización ni control colectivo, sino una peligrosa privatización de la violencia. Cuidado.