En los últimos días, algunos medios internacionales —y varios locales— han querido instalar la idea de que el Perú vive “una dictadura sin dictador”. Es una frase ingeniosa, pero vacía. Confunde la crisis con la tiranía, la desconfianza con la sumisión y la debilidad institucional con autoritarismo. El Perú no vive bajo una dictadura: vive una democracia fracturada (débil, pero viva) que resiste, aunque muchos prefieran declararla muerta, para eximirnos de responsabilidad.
Y claro que hay poderes fácticos, burocracias enquistadas y harta corrupción. Hay, también, descomposición política, polarización y desafección ciudadana. Pero también hay un Congreso elegido a través del voto popular, una prensa libre que informa (y muchas veces desinforma...) y fiscaliza, una justicia que investiga (incluso a expresidentes), y millones de ciudadanos que protestan, se expresan y eligen libremente. Eso no es dictadura: es una democracia fatigada que aún respira gracias a su gente.
Lo fácil es diagnosticar desde fuera. Lo difícil es reconocer que lo que nos falta no es libertad, sino compromiso; que hemos normalizado el caos, convertido la crítica en demolición y confundido el pesimismo con lucidez. Cada vez que repetimos que “todo está perdido”, debilitamos aún más las pocas instituciones que quedan en pie. El discurso del fracaso permanente es la antesala del autoritarismo real.
El Perú no necesita más adjetivos, sino acciones: partidos que representen, autoridades que rindan cuentas, ciudadanos que se involucren. No hay un poder oculto gobernando; hay una Nación que ha permitido que el desgobierno se vuelva costumbre. Y mientras sigamos viendo fantasmas de dictadores donde hay simples irresponsables, seguiremos siendo espectadores de nuestra propia parálisis.
La democracia no muere solo con tanques o con censura: muere cuando nos rendimos sin pelear. Y aquí, todavía, habemos millones de peruanos que no estamos dispuestos a claudicar. Lo cierto es que no vivimos una dictadura sin dictador, vivimos -más bien- la larga prueba de una república que aún no aprende y no asume sus responsabilidades, aun gozando de libertad.




