El derecho a la vida es el primer derecho de toda persona y la base sobre la cual se sostienen todas las demás libertades y derechos. Sin vida, no hay libertad de expresión, ni derecho a la información o al trabajo, no hay democracia para creer y defender. Por eso lo que vivimos es tan dramático y alarmante, que el Perú se desangre en una ola de violencia delincuencial que parece sin freno ni estrategia clara de contención. Las muertes por sicariato se dan en plena vía pública, las extorsiones a comerciantes son rutina, los atentados que siembran terror en los barrios llenan los noticieros. Con cámaras para ilustrar pero no para combatir, es la realidad cotidiana de miles de peruanos. El Estado parece ausente. Y cuando reacciona, lo hace de manera simbólica, aumentando penas de 30 a 35 años para el sicariato. ¿de qué sirve este endurecimiento punitivo si la probabilidad de ser capturado sigue siendo baja y la justicia es lenta e ineficiente? Para el delincuente estos números son lo mismo si sabe que difícilmente enfrentará un juicio o una condena. El verdadero problema es estructural, falta de prevención, ausencia de inteligencia policial eficaz, un sistema penitenciario colapsado, convertido en centro operativo de mafias. Aumentar penas es un paliativo que maquilla cifras, pero no devuelve la paz. Defender el derecho a la vida exige políticas integrales: desarticulación de bandas con inteligencia criminal, reforma penitenciaria real, y una justicia rápida que devuelva confianza a la sociedad. Estamos lejos de eso, seguiremos en un callejón sin salida, viendo cómo se degrada el valor más sagrado que tiene el ser humano, la vida propia y la de su gente. Que llamen a los mejores y no esperen a terminar su mandato con abultadas listas fúnebres en su conciencia.