El anuncio del gobierno de Dina Boluarte de reconstruir el penal de El Frontón ha abierto una fuerte polémica en el país. Presentado como una medida de firmeza frente al crimen organizado, el proyecto parece más un gesto político que una solución real. La idea es albergar a entre 300 y 2000 sentenciados en un penal de alta seguridad, ubicado en la isla que marcó uno de los episodios más dramáticos de la historia reciente. Sin embargo, en un país donde el hacinamiento penal y la criminalidad se expanden de manera incontrolable, con cifras alarmantes de muertos por sicariato y extorsión, el impacto del nuevo El Frontón resultará mínimo. El problema es la falta de cárceles pero también la incapacidad del Estado para controlar la economía ilícita y las mafias que operan desde adentro y afuera de los penales. La controversia se intensifica por las contradicciones dentro del mismo Ejecutivo. Hace apenas un año, el actual primer ministro, entonces titular de Justicia, Eduardo Arana, rechazó con argumentos sólidos la idea de reconstruir El Frontón. Ahora le toca responder a los desafíos de la criminalidad convocando a los mejores expertos. El objetivo es que la política penal tenga una estrategia coherente y se convierta en política de Estado que el gobierno entrante pueda proseguir con solvencia. Hacer de El Frontón una bandera gubernamental no resolverá la crisis que desangra al país. Al contrario, distrae la atención de lo urgente que es combatir las redes del crimen organizado, fortalecer la inteligencia policial y reformar el sistema penitenciario que hoy funciona como una escuela del delito desde donde se digita la delincuencia. El Frontón no debe ser cortina de humo: debe ser recordatorio de que los problemas de fondo exigen respuestas reales y no simples gestos simbólicos.

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