El Perú se desangra cada día entre balas, explosivos y extorsiones. No es exageración, es la crónica diaria que registran los medios: un joven estudiante y mototaxista acribillado por su propio pasajero; un bus de músicos baleado en Lima; 80 transportistas muertos en este año. La lista parece interminable. El miedo ya no es noticia: es el aire que respiramos.

Y mientras tanto, el ministro del Interior, Carlos Malaver, dice que “ ahora extrañamos a nuestros delincuentes” al comparar la criminalidad actual con años pasados. Esto a pocas horas de ser interpelado por el Congreso. Una sandez que grafica el pésimo nivel de gestión del funcionario de Estado.

Es que para la mayoría de peruanos, la delincuencia es el verdadero gobierno. Ocho de cada diez ciudadanos aseguran que el Ejecutivo no tiene estrategia alguna para protegerlos.

Este es, sin duda, el mayor fracaso del gobierno de Dina Boluarte en sus mil días: la incapacidad de garantizar lo más elemental, el derecho a la vida. Mientras la presidenta y sus ministros se enfrascan en defensas políticas y discursos vacíos, el crimen avanza sin freno, coloniza calles, barrios y regiones enteras.

La omisión del Estado no es neutral: es cómplice. Cuando el poder político calla o actúa con tibieza, el crimen se siente legitimado para reinar.