Uno de los retos en políticas públicas, más allá de elaborar un diagnóstico con evidencia y sugerir recomendaciones, es diseñar instrumentos aplicables a la realidad y al contexto de una economía. No llegar a ese nivel nos condenaría a años de diagnósticos y recomendaciones poco o nada efectivos, con la consecuente pérdida de tiempo. Peor aún sería que tales recomendaciones, sin considerar problemas estructurales, lleven a interpretaciones de política desacertadas (por decir lo menos) o incluso a sugerir acciones contrarias a lo que realmente necesita la economía analizada. Por ejemplo, en su más reciente informe sobre la economía peruana, la OCDE sostiene que los ingresos por impuestos ambientales en nuestro país siguen siendo limitados, pues apenas representaron un 0.6% del PBI en 2022, frente al 2.1% del PBI en promedio en las economías de la OCDE. La interpretación que podría darle cualquier lector es: “el Perú recauda poco por tributos ambientales y debería aumentar impuestos”, lo cual es errado. Se ignora que la informalidad en la economía peruana es del 70%, mientras que en los países de la OCDE no sobrepasa el 30%. Así, aunque el Perú cuente con impuestos ambientales similares o incluso más elevados, la recaudación como porcentaje del PBI sería menor, básicamente porque la base tributaria formal es mucho más reducida. Cualquier comparación con economías avanzadas resulta desproporcionada e inútil para orientar una política efectiva. Exponer datos de esa manera agudiza el problema, pues lleva a conclusiones erradas en la opinión pública e incluso entre hacedores de política. En el Perú, el verdadero desafío es ampliar la base formal.

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