Uno de nuestros mayores defectos como país es que solemos matar a la gallina de los huevos de oro: esos recursos únicos que, por gracia divina, existen en nuestro territorio.

¿Se imaginan qué sería del turismo en Perú sin Machu Picchu, Choquequirao, el lago Titicaca, el Huascarán o el río Amazonas? ¿Seguirían llegando turistas de todo el mundo a visitar nuestras ciudades por lo que ofrecen en sí mismas? Cusco, Puno, Trujillo, Lima o Piura dependen en gran parte de los atractivos naturales y culturales que las rodean. Sin ellos, muchas tendrían poco que ofrecer al visitante.

La herencia de nuestros antepasados y nuestras maravillas naturales siguen siendo el principal motor del turismo. Pero esa grandeza muchas veces contrasta con la precariedad actual. En otros países, el pasado y el presente conviven armónicamente. Aquí, no siempre es así.

El turismo en Perú reposa casi exclusivamente en esas bendiciones y en algunos servicios privados de buena calidad. Nuestras ciudades, salvo excepciones impulsadas por iniciativas privadas, son poco atractivas si se comparan con otras opciones en la región.

No podemos ser un país turístico sin antes construir ciudades vivibles, seguras y con identidad. Basta ver el caso de Miraflores: muchas casas tradicionales han sido reemplazadas por edificios sin orden ni concepto de ciudad.

Si realmente queremos que el turismo genere desarrollo y encadenamientos productivos, debemos dejar de destruir lo que nos da vida. Cuidemos a la gallina de los huevos de oro. Protejámosla, mejoremos su entorno y permitamos que siga dando frutos. Si lo hacemos bien, ganamos más y ganamos todos.