Lima es potencia mundial... en delincuencia. Por lo menos así lo percibe el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien hace poco dijo que las tasas de homicidios en Washington hoy es más alta que la de Bogotá, México DC, Bagdad, Lima o algunas ciudades que están entre las más peligrosas del mundo. “¿Quieren vivir en lugares así? No lo creo”, agregó el mandatario norteamericano.
Las cifras son incontestables. En solo seis meses, según el SIDPOL, en todo Lima se registraron 564 asesinatos, un 6.8% más que el año pasado. Las denuncias por extorsión crecieron en la capital en un 54.5% en lo que va del 2025. Los números no mienten: las balas y el miedo se han apoderado de las calles. La reputación internacional de nuestra capital no es producto de un prejuicio, sino de una realidad que golpea a diario a las familias, los negocios y la confianza ciudadana.
La inseguridad en Lima no es un fenómeno aislado, sino la consecuencia de años de abandono, improvisación y complicidad. La policía lucha con recursos insuficientes, la justicia es lenta y permeable a la corrupción, y el Estado carece de una estrategia sostenida.
Lima no merece ser la capital del miedo. Pero para dejar de serlo se requiere algo más que indignación: se necesita un liderazgo político que asuma que la seguridad es la base sobre la que se construye todo lo demás.