El discurso inaugural del nuevo comandante general de la Policía Nacional, Óscar Arriola, en el que reconoció que uno de los problemas más graves de su institución es la corrupción interna, marca un punto de inflexión en nuestro país asolado por la delincuencia organizada. No se trata de una crítica externa, ni de un señalamiento político. Es la propia institución a través de un alto mando, la que admite que la complicidad con la criminalidad la debilita desde dentro. La advertencia es clara: una Policía corrupta no solo deja de cumplir su misión, se convierte en cómplice del crimen. Allí donde debe haber protección, surge desconfianza. Allí donde debe haber justicia, aparecen arreglos oscuros. Donde se debe defender el derecho fundamental a la vida, se da paso al crimen y la muerte. La delincuencia común se vuelve más poderosa cuando encuentra aliados en quienes deben combatirla. Por eso, la declaración de Arriola no es solo una constatación, es una instrucción moral para todos los miembros de la Policía Nacional: limpiar la institución desde dentro, restablecer la disciplina ética y recuperar la confianza ciudadana. En sociedades como la nuestra, golpeadas por la extorsión, la Policía no puede ser un eslabón débil. Necesitamos una fuerza firme e íntegra contra los delincuentes, con indispensable transparencia frente a los ciudadanos. La lucha contra la corrupción policial es la lucha por rescatar la legitimidad de la propia democracia. Sin policías honorables no hay seguridad, y sin seguridad no hay libertad. La valentía de reconocer el problema es un primer paso. El segundo —ineludible— es enfrentarlo con decisión y firmeza, que no le tiemble la mano para expulsar a los malos elementos. Que ninguna recomendación amistosa le impida la limpieza, que su discurso no quede en palabras. Duro, pero no imposible.