Si alguna enseñanza nos deja “La República” de Cicerón es que todos nos vemos afectados por la política. Nadie escapa a los efectos del servicio público. Por eso tiene mucha razón Gonzalo Galdós, presidente de IPAE, cuando sostiene que los empresarios ni pueden ni deben desentenderse de la política en tanto articuladora del bien común. En efecto, si actores fundamentales de la vida nacional miran de costado ante la crisis, ¿con qué cara reclamamos al pueblo la pertinencia de sus elecciones? 

No cabe duda que la vida empresarial es distinta de la política. Pero eso no significa que el aporte de los empresarios no pueda ser beneficioso para la esfera pública. Es imposible construir un país de espaldas al sector privado. Churchill tenía razón cuando decía que “muchos miran al empresario como el lobo que hay que abatir, otros lo miran como la vaca que hay que ordeñar y muy pocos lo miran como el caballo que tira del carro”.

Ahora bien, si el caballo solo piensa en ganar su carrera, pronto terminará en el matadero de la cosa pública. Los arielistas denunciaron el rastacuerismo de nuestra clase dirigente, su ausentismo, su decoratismo virreinal, en suma, su profunda inclinación por lo superfluo que provocaba su incapacidad para el liderazgo regional. Siendo así, urge una clase empresarial patriota que potencie, sin miedos ni complejos, la regeneración del Estado y un verdadero proyecto nacional, siempre sobre dos principios esenciales: orden y libertad. No basta con tener un marco jurídico adecuado para lograr la estabilidad. Las reglas de juego importan tanto como los jugadores. Por eso, aunque promovamos las reglas de una economía de libre mercado, si actuamos de manera mercantilista, con ilusa miopía nacional, tarde o temprano la sociedad explotará.