La obsesión contemporánea por medirlo todo en educación se ha vuelto tóxica. Hemos convertido la escuela en una fábrica de pruebas, rankings y rúbricas que prometen objetividad, pero en realidad deforman el sentido de aprender. Lo paradójico es que educar no consiste en medir, sino en evaluar.Evaluar significa acompañar procesos de aprendizaje, dar retroalimentación y abrir caminos distintos para cada alumno. Se trata de un vínculo personal entre maestro y estudiante, hecho de confianza, escucha y reconocimiento de las diferencias. Cuando un sistema o un docente no saben hacerlo, se refugian en exámenes estandarizados y rúbricas uniformes que empobrecen la experiencia educativa.Ejemplos sobran. Las pruebas internacionales como PISA se han convertido en el tótem moderno de la calidad educativa, aunque sus rankings ignoran la diversidad cultural y los contextos locales. Muchos ministerios destinan millones a preparar a los alumnos para estas evaluaciones en lugar de apostar por proyectos pedagógicos innovadores. En las universidades, los formatos tradicionales y currículos rígidos sofocan la innovación.El resultado es una educación contaminada por la lógica de la medición. Los estudiantes estudian para la prueba, no para la vida. Los docentes enseñan para la rúbrica, no para despertar pensamiento crítico.La provocación necesaria hoy es atrevernos a decir que educar no es medir. Que la curiosidad, la resiliencia y el deseo de aprender nunca cabrán en una tabla numérica. Mientras más adictos seamos a la medición, más lejos estaremos de formar personas plenas.

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