Los ataques contra el precandidato Phillip Butters en Juliaca son el síntoma más visible de una campaña que ha perdido el norte: la política se ha convertido en un ring donde la intolerancia, el odio y la violencia compiten por la supremacía. Agredir a quien piensa distinto —o a quien simplemente provoca con su lenguaje— no es protesta legítima, es barbarie. Cuando la bronca sustituye al argumento, dejamos de ser una sociedad que debate y pasamos a ser una muchedumbre dispuesta a triturar al adversario. Que la policía tuviera que rescatarlo de una emisora local, que le lanzaran objetos y lo amenazaran con lincharlo, habla de una degradación colectiva. No se trata solo de defender a un comunicador polémico; se trata de preservar las reglas mínimas de convivencia. Si la reacción ante opiniones que molestan es la violencia, el espacio público se convierte en zona de guerra y la vida democrática en un espejismo peligroso.
Muchas de sus declaraciones de Butters han irritado y herido a sectores sensibles. Pero el antídoto no es la agresión física ni la intimidación. La respuesta democrática es más simple y más digna: argumentar, denunciar lo que corresponda y contestar con ideas. Liquidar al rival en la práctica —no en las urnas ni en la razón— es el camino fácil de quienes prefieren el exterminio del adversario al logro de consensos.
Es urgente que la campaña recupere la cordura. Que dirigentes, autoridades y medios llamen a la calma y a la responsabilidad: el debate electoral debe ser de ideas.