Los paros, marchas y protestas continúan en el país. Hoy son los transportistas los que paralizarán sus servicios en Lima: 72 empresas de transporte público dejaron de operar como respuesta a la ola criminal que azota al sector y que ya ha cobrado 200 vidas en lo que va del año. Sus demandas no son caprichosas: exigen seguridad y garantías mínimas para trabajar, lo mismo que piden millones de emprendedores que sobreviven en medio de la indiferencia del Estado.
A la par, en el norte y en el sur, los pescadores han bloqueado tramos de la Panamericana reclamando contra la suspensión de la pesca de pota. Alegan que las medidas impuestas por el Gobierno no solo son injustas, sino que terminan beneficiando a flotas extranjeras en detrimento de la pesca artesanal. Otra vez, la falta de diálogo y de respuestas oportunas convierte los conflictos sociales en bombas de tiempo que estallan en las carreteras.
Tampoco debe minimizarse la continuidad de las movilizaciones de la llamada Generación Z, que mantiene firme su rechazo al Gobierno y al Congreso. Se pueden criticar los métodos violentos y su politización, pero lo cierto es que representan el hartazgo de una población que no cree en discursos ni en promesas vacías. No se les puede perder de vista.
Las protestas son válidas y legítimas, pero esas acciones no pueden escalar a situaciones de violencia y a la destrucción de la propiedad pública y privada.