Cuando en 2019 se anunció el origen del brote del virus SARS-CoV-2 que dio origen a la pandemia del COVID 19, en el Perú se soslayó su gravedad generando lamentables efectos: más de 200 mil fallecidos, pérdida de 6.7 millones de puestos de trabajo, quiebra de 200,000 micro y pequeñas empresas, lo cual contrajo en 11.1% de la economía nacional e incrementó la pobreza a casi un 30%.

Quizás el virus A (H3N2) subclado K que ya llegó al Perú, no tenga esas consecuencias mortales; sin embargo, se estima que es hasta un 56% más contagioso que las cepas anteriores de H3N2, lo cual nos lleva a cuestionarnos sobre la efectividad de nuestro sistema de salud: ¿ha mejorado en los últimos años? ¿contamos con suficientes medicinas, camas hospitalarias, profesionales de la salud a nivel nacional y equipos? ¿se ha reducido la corrupción en los procesos de adquisición? ¿la gerencia es adecuada en todas las instancias de salud? o apelaremos a nuestra capacidad de resiliencia para disimular nuestra indolencia e impericia, consecuencia de otros virus que conviven en nuestra sociedad.

Virus que no reconocemos porque justamente nuestra desidia colectiva se ha incrementado, permitiendo que –entre otros– en el último quinquenio la corrupción haya ocasionado más de S/ 120 mil millones, mientras que la inseguridad interna otros S/ 95 mil millones, haciendo que muchas amenazas a la seguridad nacional se hayan convertido en cosa cotidiana y lo veamos como “normal”.

Para revertir esa historia urge que nos vistamos de peruanidad haciendo que nuestra democracia triunfe; y para que así sea –los votantes– tenemos que elegir bien nuestras autoridades y –los partidos políticos– trascender las elecciones fortaleciendo sus capacidades y la calidad de sus miembros, anteponiendo –siempre– los intereses nacionales. ¿Es tan difícil?