Aunque en nuestra Constitución no existe la palabra protesta, sí prescribe que toda persona tiene derecho “a reunirse pacíficamente sin armas”, precisando que las reuniones “que se convocan en plazas y vías públicas exigen anuncio anticipado a la autoridad”, y que pueden prohibirse por razones de seguridad o sanidad pública.

El simple raciocinio de esta disposición constitucional infiere que, para reunirse y hacer uso de la libre expresión, no se requiere ir provisto de cascos, artefactos explosivos, palos, escudos, combustible, ni mucho menos ocultando la identidad. Quien lo hace, obviamente no está yendo a una manifestación pacífica, tiene la clara intención de violentar el orden público, y eso es delito. Aquellos que lo auspician, avalan y no lo evitan, sencillamente se encuentran vinculados a tal ilicitud.

Cuando la libre expresión colisiona con el estado de derecho también lo hace con la seguridad nacional, por eso la Doctrina de Seguridad y Defensa Nacional señala que una de las finalidades de la defensa nacional es proteger a la población de la infiltración ideológica, antidemocrática, subversiva y fundamentalista que intente transformar las estructuras del Estado.

Prender fuego frente al Poder Legislativo llevando consignas contra la Constitución y los poderes del Estado, exigiendo la renuncia de quien –en estricto cumplimiento del artículo 115 de nuestra ley máxima– asumió la Presidencia de la República revela –además– una incomprensión propia de intransigentes merluzos o de subversivos.

La inseguridad no se soluciona generando el caos. Para contribuir con el Perú se debe respetar el orden, y –en este tiempo– principalmente prepararse para no cometer el error de elegir a quien después se reclamará que “no me representa”. “Es mejorando que se progresa y no destruyendo”.

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