Ayer Lima y Callao amanecieron paralizadas por el paro de transportistas, una protesta que desnuda la vulnerabilidad de un sistema sostenido sobre la informalidad y la desprotección. Más de 400 empresas de transporte operan en la capital con una flota superior a 22 mil vehículos, de los cuales más del 30% son obsoletos. A esto se suma una estructura empresarial fragmentada, donde conviven consorcios y las llamadas “empresas cascarón”, que solo existen en el papel para obtener permisos, sin control real sobre los vehículos ni sus conductores. En ese vacío institucional, las mafias encontraron terreno fértil.

Por estos días, cientos de transportistas trabajan bajo amenaza, obligados a pagar “cupos” para poder circular. Lo que comenzó como un problema de seguridad se ha convertido en un obstáculo directo para la modernización del transporte público. Ningún sistema integrado, recaudo electrónico o renovación de flota prosperará mientras el miedo siga marcando las rutas.

El transporte no es un servicio cualquiera: es la base del derecho a la movilidad, sin el cual no hay acceso al trabajo, la educación ni la salud. Cuando se paraliza el transporte, se interrumpe la vida cotidiana de millones de personas. Por eso, la respuesta del Estado no puede limitarse al control policial ni a los anuncios de corto plazo.

Necesitamos soluciones urgentes. Combatir la extorsión, renovar la flota y supervisar a las empresas debe ser parte de una misma estrategia. La violencia que hoy sufren los transportistas no solo amenaza a un gremio: pone en riesgo la movilidad de toda la ciudad. Si el Estado no actúa con decisión, el transporte —ese hilo que conecta el derecho a moverse con el derecho a vivir dignamente— seguirá siendo rehén del miedo y la informalidad y, en consecuencia, todos los peruanos.