“Para muchos peruanos de las nuevas generaciones la palabra política resulta ahora indisociable del chanchullo, la mentira, la intriga menuda, la sinvergüencería y, sobre todo, la rapiña”, escribió alguna vez Mario Vargas Llosa. Y cómo no darle la razón cuando la semana pasada hemos presenciado el desfile judicial de dos expresidentes: Pedro Castillo, sentenciado por intentar dinamitar el orden constitucional, y Martín Vizcarra, condenado por embolsarse millones mientras presumía de moralista. Dos símbolos perfectos —y perfectamente lamentables— de lo que hemos permitido que se convierta la política peruana.
Pitágoras decía que quien se ocupa de los asuntos públicos debe renunciar a los propios. Aquí pasa lo contrario: muchos políticos tratan al Estado como botín de guerra, como si el Perú fuera una presa a ser devorada antes de que otro lo haga.
Pero hagamos un poco de autocrítica, aunque duela. La caída de Vizcarra y Castillo es, sin duda, un castigo merecido para ellos. Pero también es un “jalón de orejas” para los electores que, entre la indignación y la ingenuidad, siguieron eligiendo a personajes con dudosa solvencia moral y aún más dudosa preparación. Elegimos salvadores de última hora, mesías improvisados o moralistas de cartón, esperando milagros en vez de exigir integridad real. Y así nos va: cada cinco años repetimos el ciclo del desencanto como si fuera un ritual nacional.
Si queremos romper el ciclo de la desilusión y la corrupción, el primer paso depende de nosotros, de nuestro voto y de nuestra responsabilidad cívica. El problema no empieza en la urna, pero sí puede empezar a corregirse ahí.




