Hace unos días hice un focus group entre amigos de mi generación. Les pregunté si creían que, con lo que recibirán de su AFP, podrían vivir dignamente al jubilarse. La respuesta fue unánime: no. Nadie confía en que el sistema privado de pensiones asegure una vejez suficiente y justa. Y no los culpo.
El Congreso aprobó esta ley con apenas 38 votos, en una sesión marcada convenientemente por el ausentismo y la abstención. Le llaman “reforma”, pero en realidad es un parche que consolida un modelo desequilibrado. Sus principales medidas —la pensión mínima de S/600 condicionada a 20 años de aportes, la incorporación obligatoria y progresiva de los independientes, y la prohibición para los menores de 40 de retirar el 95,5% de sus fondos— generan más dudas que certezas.
¿Quiénes lograrán completar 240 unidades de aporte en un país donde más del 70% de trabajadores es informal? La respuesta es obvia: la mayoría quedará excluida. Y lo más grave es que, cuando los fondos no alcancen, será el Estado, con nuestros impuestos, el que complete lo que las AFP no puedan cubrir. Es decir, se privatizan las ganancias y se socializan las pérdidas.
Una verdadera política de pensiones no puede nacer de improvisaciones legislativas para salvarle el negocio a las AFP. Se requiere un debate serio y técnico que diseñe un sistema que ponga al ciudadano en el centro. Por eso, esta ley hoy debe ser derogada.
El próximo gobierno y Congreso tienen la responsabilidad de trabajar en una reforma integral, que de verdad garantice pensiones dignas y no siga trasladando el costo de la ineficiencia al bolsillo de todos.
Hasta entonces, la conclusión será la misma: yo tampoco quiero mi AFP.